Venancio masculló la bronca, entre dientes, y dijo que hay que joderse, nomás:

Eduardo Galeano Bocas del tiempo 10 Al araño no le gusta nada esta costumbre de la araña, de modo que ama y huye antes de que la prisionera se despierte y exija el servicio completo de cama y comida. ¿Quién entiende al araño? Ha podido amar sin morir, se ha dado maña para cumplir esa hazaña, y ahora que está a salvo de su saña, extraña a la araña. Serpientes Ardían las brasas, chorreaban sus jugos los chorizos, de las carnes doradas se desprendían aromas de perdición. Frente a su casona de piedra, en la sierra de Minas, monte adentro, don Venancio ofrecía un asado a sus amigos de la ciudad. Ya estaban por empezar a comer, cuando el hijo menor, muy chiquilín todavía, anunció: –Hay una víbora en la casa. Y alzando un palo, pidió: –¿La mato yo? Fue autorizado. Después, don Venancio entró y comprobó: un trabajo bien hecho. En la cabeza, aplastada por los golpes, se adivinaba todavía el dibujo de la cruz amarilla. Era una crucera, y de las más grandes. Dos metros, quizá tres. Don Venancio felicitó al hijo, sirvió el asado y se sentó. El banquete fue celebrado largamente, con varios bises y mucho vino. Al final, don Venancio brindó por el matador, anunció que iba a darle el cuero de la serpiente, su trofeo, y los invitó a todos: –Vengan a verla. Era enorme, la híja de puta. Pero cuando entraron en la casa, la serpiente no estaba. Don Venancio masculló la bronca, entre dientes, y dijo que hay que joderse, nomás: –El compañero se la llevó para la cueva. Y dijo que siempre es así. Sea serpiente o serpienta, macho o hembra, el muerto siempre tiene quien lo venga a buscar. Entonces todos volvieron a la mesa, al vino y la charla y los chistes. Todos volvieron, menos uno. A Pinio Ungerfeld le costó salir. Él se quedó en esa casa, un rato largo, clavado ante esa mancha negra seca en el suelo